miércoles, 14 de diciembre de 2011

BRUJAS, beguinas y encantamientos

Brujas, conocida como la Venecia del norte por los innumerables canales que la riegan es una de las ciudades más bellas del mundo y uno de los espejos de maravillas más soberbios de toda Bélgica. La capital de Flandes se diría el escenario nacido de un cuento, la escenografía de cartón piedra más idónea para dar vida a un romance desasosegado, un museo al aire libre que, como la vecina  Gante, Praga o Viena, entre muchas, fue construido para atrapar a los sentidos en la más hermosa de las alucinaciones.

Callejear por Brujas implica un viaje a los siglos XIV y XV cuando Brujas florecía como el mayor mercado de Europa, una plaza de intercambio donde arribaban los barcos con terciopelos de Génova, brocados de Venecia, especias de Oriente, cerveza de Hamburgo y Bremen, maderas y bacalao de Noruega, pieles rusas, lanas inglesas, vinos franceses, paños de Flandes. Allí gentes de lenguas y costumbres distintas, ataviados de bellos ropajes  se daban cita a la sombra del Grote Markt , el campanario octogonal  bajo cuyas arcadas se comerciaba con todo tipo de alimentos. Hospederías, fondas y tabernas acogían al viajero donde una población considerable de mujeres públicas atendían a los forasteros. En el siglo XVI marcharon mercaderes y banqueros cuando se cortó el paso a navíos y embarcaciones y otros puertos mejor situados relegaron  la ruidosa Brujas a un sueño eterno en el que aún yace.
Bastará con que el viajero sin  prisas se detenga en ese puerto interior al que llaman “lago del amor”  o se pasee por los puentes de piedra para que descubra que no halló jamás más hermosa durmiente, que el agua que transita por los canales lo hace mansamente como si temiera despertarla, que en los jardines, los huertos, en las iglesias, en sus mercados donde murió la algarabía, los gritos de los comerciantes hace ya quinientos años se escucha ahora una oración, quizás una canción de cuna; que toda Brujas se observa en su quieto reflejo para que tan hermosa dama, que no es “bruja” sino hada o ángel, detenga al viajero y le guarde en paz.
            ¡Cesen las conversaciones!¡Ahoguen los móviles! Enmudezcan los turistas en tropel, conquistadores poco lustrosos que persiguen la fotografía como única e inmediata proeza. La dama se remueve, inquieta, en su lecho cuando la perturban los voceros de los barcos que peinan sus aguas, cuando las multitudes veraniegas de feos atavíos la sacuden de su sueño de siglos.
            Es hora de esconderse en el beaterio, donde las beguinas, mujeres de edad, religiosas sin voto llevaban una vida piadosa dedicadas a la oración, a la caridad, al cuidado de enfermos. Los beguinajes  (siglo XIII) eran una pequeña villa de casas blancas construidas entorno a un jardín y a una iglesia. De los diez con los que contaba la ciudad permanece abierto y vivo el más hermoso que data del año 1245.
            Ascender los 366 escalones del campanario del Grote Markt implica descubrir, desde arriba,  las callejas, puentes y canales de la ciudad medieval, trazar las rutas ( a pie)  para descubrir los más bellos tocados, las joyas más preciosas, las sonrisas más profundas de la bruja buena del cuento.
            Bastará con trenzar sus largos cabellos,  encajar  sus lazos de azul para recorrer su largo talle.
            En la plaza de Burg, situada a pocas metros del campanario, se encuentran enzarzadas en el mismo camafeo, la Basílica de la Santa Sangre (1139-1149) y sus dos capillas en donde se venera una reliquia de la sangre de Cristo, el ayuntamiento de estilo gótico florido,  una antigua escribanía renacentista  y el palacio Brugse Vrije  del siglo XVI. Sólo es preciso  con que el viajero se deje llevar para que encuentre la Catedral de San Salvador, las iglesias de Santa Anna, de Jerusalén, el palacio gótico de Gruuthuse, las casas gremiales, las bellas edificaciones que serpentean el canal principal o el Hospital de San Juan donde se halla el Museo Memling. Porque si los abalorios y los ropajes de la Bruja hermosa  quitan el sueño, hay que adentrarse en el viejo corazón para descubrir el talento y la sensibilidad que los pintores más ilustres esparcieron en esta ciudad. Junto a Memling, Van Eyck, Gérard David, Isenbrandt Ambrosius y muchos otros dejaron vivas muestras de su inspiración y de su genialidad. Uno no puede viajar hasta Brujas y permanecer indiferente a todo el legado pictórico que, desde el Belfort, las salas del campanario del Grote Markt en la plaza Mayor al Groeningemuseum (especialmente los primitivos flamencos) se nos muestra exquisito, sobrenatural.
            El encantamiento llega a su fin. Pero al separarse de Brujas, en la promesa de un próximo reencuentro, seria pecar de ignorancia no detenerse en Gante y pasear por el Graslei,  las casas gremiales del s. XVII, detenerse frente a las tres torres ( la Catedral de San Bavón, el Campanario, la iglesia de San Nicolás, observadas desde el puente de San Miguel) o no hacerlo en Bruselas o en Lovaina y su Ayuntamiento, una filigrana de piedra, el más hermoso del mundo…
            A la Bruja, sí,  le nacieron hermanas, todas hermosas y fuertes como ella, de rostros viejos, arrugados por el sol, por el devenir de la historia. Pero bajo el maquillaje de años, cegadas por los flashes de turistas veloces pervive aún la piel delicada de una corte de mujeres arreboladas que robaron a media Europa el aliento.
            De entre ellas Brujas detiene el tiempo, las emociones, los latidos del corazón en un embrujamiento continuo y sospechoso que nos convierte en esclavos devotos, en relicarios de fortunas, en humildes pregoneros ensimismados en su oficio que saben que, en la eternidad de los siglos, no queda ya mujer más joven ni más hermosa.

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